jueves, 22 de enero de 2009

Texto indefenso

por Hensli Rahn

La tesis estaba lista. Mi trabajo de grado. El fruto de cinco años en la Escuela, y varias madrugadas frente al monitor. Casi un hijo, o hija más bien: la tesis. La imprimí en la HP de mi cuarto, y se le acabó la tinta a medio camino, así que las páginas finales salieron claritas.

En secretaría dejé tres copias, una para Barrera (mi tutor), y dos más para Gisela Kozak y María J. Barajas (el jurado, gracias). Mujeres muy queridas y temibles por igual. Esperé algunos días en vilo y me dateaba con Virginia y Diajanida. ¿Ya anunciaron el día de mi defensa? No, Greñas, tranquilo que el Concejo es el miércoles, te avisamos cualquier cosa.

Ya era parte del destino. No me veía obligado a defender algo desde el tercer grado, cuando otro niño osó meterse con el primo Olaf. Pero esto es otra cosa, pensé, responder por un texto, un objeto inanimado que supuestamente me representa.
Ahora, después de tanta corrección, párrafos tachados, tira y encoge, me vienen con esto. La prueba final: un último fuego. Al fin se precisó la defensa en el calendario. Los días previos a la fecha corrieron junto a las dudas y sus amigos los nervios. Sobre todo porque mi hija, Crónicamente Caracas, no era como las de mis compañeros, con teorías elevadas aplicadas a prodigiosos textos. La mía era más bien índole “creativa”, que llaman. Diez crónicas más una introducción teórica. Aparte de haber elegido un “género menor”, cualquier tesis inscrita en el Departamento de Talleres es vista con profunda desconfianza. Todos sospechaban del texto y de mí. De pronto, aquello que era yo, y también eso que llamaba mi hija, estaba indefenso. Y no sería tan fácil responder como la vez del primo Olaf.

Alguna vez pensé, mamá, ¿en qué problema me he metido? Yo sólo quería que te sintieras orgullosa con un hijo profesional. Veo que será más difícil de lo que pensaba. Tantas cosas que pienso y no me atrevo a decirte. Algunos dicen que en la cavilación está la fuerza. ¿O es en el rezo? Repito esa frase constantemente, porque aquí lo que se esconde es el miedo. No te asustes, ya saldré de todo esto.
Una amiga me explicó varias veces, y entendí que el día de la defensa no sería un matadero, sino la reunión de tres profesores y un tesista en la Secretaría de la Escuela. Allí tendría que dar una exposición rigurosa de 45 minutos, y argumentar ante cualquier pregunta del jurado. Así que escribí un monólogo. Primero que nada, tenía que explicarles cómo diablos se me ocurrió la tesis (formulación del tema). Luego las lecturas que hice (investigación bibliográfica). También lo de cómo escribí las crónicas (proceso de escritura y creación). Las dificultades que encontré en el camino (limitaciones). Y por último, las fortalezas y debilidades de mi propio trabajo (autocrítica). Al final agregué un parrafito de lo más bonito, a ver si burlaba toda esa solemnidad académica con una morisqueta.

Aquello había salido gracias a mis conversaciones con la memoriosa Diajanida –compañera en Letras, de extrema finura y capacidades superiores. Pero hoy no confiaría en lo que creí haber escuchado. Su voz sonaba como un pájaro incrustado en el bosque. Yo sólo caminaba en círculos tratando de acercarme a la fuente del canto. Era de día y a veces las hojas de los árboles admitían jirones dorados en la tierra. Yo andaba sobre ella empapado de luces caprichosas, persiguiendo una trenza de voz perdida. Las reverberaciones eran muchas. La certeza, rara.
De manera que la hija, mi tesis, seguía indefensa. Había pretendido demasiado con un monólogo. Un texto no podría defender a otro texto. Sólo una voz que saliera de un cuerpo visible podría intentarlo. En el bar, Miguel dijo que al terminar un texto no volvía sobre él: deja que el texto se defienda solo. Pero ese proverbio alarmante y verdadero, muy a mi pesar, no se aplicaba al caso. Era un asunto de credibilidad, ya se habían escrito demasiadas palabras. Lo que querían era un rostro, algo físico y verificable. Algo que no se perdiera; ni luces, ni bosque.

Mamá, ¿adónde me llevan? Yo sólo quería escribir un poco. Precisamente para evitar cualquier pupila. Están buscando el culpable. Veo que será más fácil si me entrego de buenas. Cuando salga de esto te contaré todo desde el principio y más. ¿Sabes en el cine, cuando alguien piensa, y su voz es un eco? La mía no suena así. La escucho perfecto. En cambio, los sonidos de afuera sí se confunden y se vuelven nada. Quizá cuando te hable por fin, me diluya en el aire yo también.
Las mariposas en la boca del estómago, estaba seguro, eran de la muerte. Vendría a buscarme en cualquier momento. O yo iba hasta ella, en la cámara de gas de la Secretaría. Pensé en mujeres hermosas, que son un alivio siempre, aunque después no tanto. Pero seguí pensando: algún pájaro. Cosas por escribir. El clima y los aviones.

Ese día final aparecí en chaqueta de flux y zapatos de goma. En un corre-corre sospechoso estaban María J. y Alberto Barrera Tyszka estaban. Con su tono golpeado se me acercó: tranquilo, vale, todo va a salir bien. Y las cosas se desvanecieron por un segundo o varios más. Todo lo que ocurrió a mi alrededor después fue una gran masa. Una gran cosa indivisible que se estrujaba sola. Se movía hacia los lados, respiraba. Pero mi monólogo estaba impreso y frente a mí. Lo revisé para hilar una idea con otra. Comencé a hablar de un tirón. Y mientras lo hacía, creí mantener los ojos afuera de la hoja. Lo indistinguible. Hablé sin parar y no había nada. Me escuchaba perfectamente, palabras extrañas como discursivo, heterogéneo, referente; muletillas inesperadas, honestas; ideas ambiciosas, términos estirados: hibridizante, historiográfico, parodiado, estructura; alguna grosería blanca, cosas del habla, y voces marginadas, crónica, literatura.

Salí bien. El veredicto estuvo a mi favor. Absuelto de cualquier crimen prosístico, mi trabajo estaba hecho. Me estudié el libreto. Cumplí con el papel. Dijeron que había sobresalido. El fruto de cinco años, que en realidad son más, pero uno dice cinco años. María J. me dio su ejemplar de la tesis para que corrigiera detalles. Barrera, un apretón de mano y la mitad de un abrazo. Gisela, beso, y: casi no puedo leerla, chico, mira esas páginas están demasiado claritas. Mi HP no tenía casi tinta, profe. No, chico, pero está muy bien igual.
Mamá. Mamá:
—Menor, literatura menor, según Lobo Antunes.
—Cabrujas no era un escritor, sino un intelectual.
—¿Estás de acuerdo con que Ibsen Martínez utilice un espacio público, una columna de periódico, para insultar de vez en cuando?
Yo les dije que sí, tal vez y no, respectivamente. Aunque la pregunta era una sola.


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